Se
despertó sabiendo que moriría, así tal cual su sueño etéreo, lúcido y precioso.
Le abandonaron sus miedos al amanecer. Era tan grande la dicha de aquella
mañana, que sabía nunca más la volvería a sentir, pues era algo único y efímero
pero tan grande como el mundo que habitaba. Vagando sin rumbo, días atrás
recorrió túneles oscuros y decadentes, sin desearlo, sin pedirlo, como si le
hubiesen tomado la mano para ser participe de ello, negándose a las reminiscencias
ahí ancladas en el viaje que emprendía.
La
mente le sacudía las entrañas, su vida pasada hecha añicos tras su propia
voluntad. Perpleja era su forma con la que bailaba al compás del viento que se
filtraba tras el curso de la noche, una noche larga, sin tiempo, donde todo lo
posible era y se avivaba con cada suspiro.
Sus
brazos enraizados, podridos por el viejo placer que le causaban esos sonidos al
moverse, queriendo abrazar la oscuridad que siempre le pertenecía menos en ese
preciso instante. Se envolvió en el monologo absurdo que escuchaba, queriendo
no escuchar nada más que el silencio, cuando era el más imposible. Porque se
perdió en lo innecesario de sus pasos. Era tiempo de no pensar más en NADIE, de
comenzar a construir pirámides a partir de sus propios pasos, sin la ayuda,
casi siempre, torpe de algún ente por ahí, cercano.
Las
lejanías eran lo propio, lo que le extasiaba sobremanera, pero no podía verlo,
no sabía entenderlo, le apresuraba su futuro inexistente, del que se aferraba
al compás del galope de ese caballo que le regalaron en su infancia. No bastaban los gritos al cielo, mucho menos
las palabras huecas, las sonrisas imposibles, la espera aberrante de la
paciencia perdida tras el mismo espectáculo que se le mostro por años, ante sus
ojos no había más que rabia, impotencia, violencia, maquilladas con frases
cortas y podridas que simulaban una plática común y frecuente.
Saber
que en la oscuridad es donde se ve más claro, no es nada fácil de comprender,
pero insistía. Le llegaron conforme los días, frascos vacíos, perfectos para
llenarlos con toda esa basura, la cual se había vuelto pegajosa y habitaba las
paredes que le rodeaban. Nunca más, se comería su propio veneno, nunca más cercados
sus límites, que ahora solo pedían ser desbordados.
Se
cayó la noche, se congeló el querer, llegó a sus manos un boleto de NO-REGRESO,
el cual tomó en su mano y se lo comió cual si fuera un dulce, tenía hambre de
huida, y así lento pero seguro, comenzó a construir todo aquello perdido en el
umbral de su conciencia.