Para Ismael, que sin él, no se que tanto de mi sería posible.
Era una conmoción única lo que me provocaba ver las grietas
que mostraban sus manos, con la fuerza que les caracterizaba. Eran idénticas a
las de aquel viejo que tanto le había enseñado, aún incluso cuando postrado en
su cama, se las sujetaba. Ante mis ojos nunca volvería a aparecer ese rostro con
esa mirada opaca y esas lágrimas rodando sobre sus mejillas en el día aquel en
el que se dijeron adiós. Y la dicha gigante que le pareció ser el testigo
principal de sus últimos respiros, como la mejor fortuna heredada. Ahora tras
los años que corren, esas manos siguen intactas, impregnadas de fuerza, negándose
a lo imposible, en una lucha constante incluso en lo que está lejos e
incomprensiblemente cercano, y dentro de las cercanías que se comprenden,
estamos: él, yo, la misma vida y todo lo que dentro de ella se regenera tras esas
nubes que como espuma, a veces simplemente desaparecen.
ujule . .
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