sábado, 30 de julio de 2011

"Acontecer la muerte".

"En medio de la mayor perfección mecánica, bailar sin gozo, estar tan desesperadamente sólo, ser casi inhumano porque eres humano".

Henry Miller.

Pensar la muerte, ser testigo de dicho acontecimiento, es una experiencia del día a día, sin embargo, de lo más difícil de aceptar. Y es que no es que tenga una explicación concreta respecto a lo que obedece, sino, que la vivimos de tal forma, que siendo lo más real de nuestra existencia, nos negamos obstinadamente a siquiera tratar de llevarla a un significado propio, intimo, que sería en realidad lo único importante.

El siguiente texto, pretende exponer en lo consecuente, una mirada fiel y certera de quién lo presenta, más no de revelar una verdad única, ya que esto como tal, no existe; sino de darle un sentido abierto desde el absurdo mismo hasta la posible y máxima potencia de creación, viajando al mundo de las infinitas ideas, en tanto que el hombre en su finitud, deja un legado, sin siquiera consentirlo, dándose de manera natural y cíclica, y que adquiere el consentimiento necesario de quienes lo heredan.

El pensamiento del hombre, complejo si se le quiere ver de alguna manera, sencillo, si se acepta como algo que le pertenece, que lo desarrolla a partir del basto conocimiento por empírico que este sea, se puede vislumbrar de manera clara a lo largo de su propia historia y de la experiencia diaria.Desde tiempos remotos, el hombre se ha querido explicar el motivo de su estar en el mundo, de su suceder, dando como resultado seguro la muerte como última instancia. Mucho sería tratar de puntualizar las múltiples miradas de cualquier tipo de idea. La muerte misma, queriéndola decir desde un solo punto de partida, es innecesario; más la intención de estas palabras no va más allá que de seguir explotando las propias capacidades dadas en el hombre: Pensar.

Retomemos entonces el sentido, acontecer la muerte, vivir la muerte, sabiendo que morir es el acto sublime por excelencia, así el hombre muere, muere la idea, muere el sentir, muere el arte, muere la planta, y el árbol que la sostiene, muere el animal que deambula por las calles de cualquier ciudad, o en las praderas de cualquier hermoso paisaje. Y el que sigue, el que vivo está es el único testigo de dicho evento.La muerte no debería ser jamás un acto de sacrificio, particularmente para estas manos que escriben, no lo es, sino todo lo contrario, debería existir como liberación y apropiársela, así como aquel “artista” que plasma de cualquier forma su pensamiento, como aquel científico que en su misma praxis desata sus propias hipótesis, así como aquel niño que desde que nace, y sin saber siquiera que cualquier día morirá, se mueve al compás de sus pequeños pero finalmente firmes pasos, que van en crecimiento con su actuar y vivir, aunque sea dirigido, aunque sea educado, la forma natural del hombre pequeño es la más grande posible, que se hace una con la imaginación y la infinidad de maneras que se le presentan en el mundo al que recién a llegado. Morir no es absurdo, morir no es complicado, morir es resolver la existencia, sin saber siquiera si hay continuidad después de ella.

Sin embargo, dicho suceso duele, duele porque no se entiende, y no es necesario siquiera hacerlo, sino aceptar que sucede, que se da, que está ahí siempre latente. El problema entonces vendría siendo, el hecho mismo de pensar el dolor, querer hacerlo propio, aunque este sea también adquirido en la estructura que se ha querido fincar el hombre, sea esta cualquiera para hacerlo evidente o negarlo en su totalidad.

Todo el tiempo estamos al borde, en la superficie, entre lo profundo y lo plano, gestando pensamiento, atribuyéndole cualidades, desenmascarando las propias máscaras, adquiriendo identidades, necesitando una fe o sin ella, creando dioses que la sostengan, creando religiones, sumergiéndose ante el conocimiento, queriendo apropiárselo, esto mismo que ahora se redacta es parte de todo eso, somos una gran masa que se está vertiendo en todos los tiempos, en la historia que es un deseo por construir bases de un mundo que está dado fuera del hombre, pero como soporte para estar en él.

”El nacimiento fue su muerte. Otra vez. Las palabras son pocas. Morir también. El nacimiento fue su muerte. Sonrisa espectral desde entonces…”. Nos dice Beckett de una forma realmente deliciosa. El nacimiento como principio y la muerte como final, que se vuelven uno en el vivir, que las palabras son nada, que no existen siquiera para describirlo, por ello la creación como potencia máxima para desarrollar cualquier posibilidad. Entendida o no, concreta o abstracta, fuera y dentro de las ciencias duras, de las humanidades, de cualquier cosa.

El Arte mismo puede entenderse muerto, sin embargo, no lo es, ya que resurge, se resuelve porque el hombre vivo es el que lo mantiene, el que le vuelve a dar forma y representación, el que lo eleva y lo pisa, porque es él mismo el que trata de entenderse dentro y fuera, viviéndolo realmente. El ser es su propio pensamiento, llevándolo a límites y al mismo tiempo prolongadas extensiones con y más allá de la naturaleza, haciéndose uno y bifurcándose a la vez.

Pensar la muerte es precisamente esto, seguir líneas, crear elementos, fijarse objetivos y destrozarlos al instante mismo, porque es el instante el único que vivo está y muere en el mismo punto en el que nace otro, y así se prolonga una vida horas, meses, años y siglos, que después de muerto el hombre, no se resuelve su propia muerte, solo se especula, no se determina, porque la única determinación que hay dentro de todo esto, es para aquel que una vez muerto, consuma sus acciones, su andar y mantenerse en pie, su pisar fuerte, se colapsa la imaginación, se hace una con lo indescifrable, y entonces ya nada más importa, nada más.

Lo anterior es sola y sencillamente una pequeña ramificación que se desprende de la multiplicidad de ser, desde un punto particular aventándolo al ahora si, infinito mundo de posibilidades de esto que llamamos vida y aferrándonos a ella de cualquier forma, siempre válida, por paradójica e irresuelta que parezca, incluso con la mayor intención de dejarse de aferrar: el propio desapego de uno mismo.

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