Nunca en su vida, había
pensando que era tan fácil despegarse de su insomnio turbulento que le acosaba
día tras día, hundiéndose en esos caminos intensos que jamás pidió, sin
embargo, sustentaban su andar. No supo si en cada instante de esos estaba
muriendo de apoco, dejando de lado todo lo que subvertía en sus adentros.
No le bastaba con imaginar,
lo veía todo, así tal cual, como un enjambre de colmenas que aunque culpables,
le liberaban lo peor de sus entrañas. Quizá esa mañana lo pidió, y le fue
imposible recordarlo, solo sabía que había llegado el momento, se acostó y le dio
la bienvenida. Dejó que le rodearan esas visiones inexplicables que recibía de
manera violenta, rápidas, severas, vio que caía, dando vueltas en esa estática
que le ahogaba sus propios gritos, sintió que rodaban lagrimas por sus
mejillas, sin poder secarlas, sin poder siquiera tocarlas. Pedía ayuda a seres
inexistentes, sabiendo que le hablaban, escuchaba carcajadas que venían del
otro lado de ese túnel oscuro, que vislumbraba a lo lejos. Era más que morir,
era más que sobrevivir a la guerra sucia en la que se encontraba. Una guerra que
sin pedir, existía, que volvía ayeres y ahoras, sin un futuro preciso, inexacto
en su desplomo.
Sin embargo, esa mañana se
le sumó la caída más larga de toda su historia, y eso, sin ponernos a contar
esa historia que se entregaba al mundo y que le dejaba en evidencia. Parecía
que los temores arraigados ya no le desmantelaban el alma, ni siquiera en
caricias arcaicas que hacía propias. Ahí era donde se reflejaban de la forma
más libre, esas ganas de volar, de moverse al compás de la música que estaba
produciendo sin saberlo, ese sonido fuerte, tan fuerte que le abandonaba
simplemente para compartir su ligereza. Si… Ahora todo le era más ligero que ayer, a la
misma hora y en el mismo lugar. Ese lugar sin nombre y con mucha resonancia, suyo
finalmente.